Mantuvimos una amena, pero no muy larga conversación. Le propuse tomar algo, pero rehusó la invitación debido a que por la semana le era imposible quedar a causa de su trabajo y ese fin de semana tenía cosas que hacer. Posiblemente, podría para el siguiente. En ese momento, el toque de queda por la pandemia estaba fijado a las nueve de la noche, por lo que salir del trabajo e ir a tomar algo se había convertido casi en una heroicidad. Le comenté, de broma, que hasta a Cenicienta la dejaban hasta las doce de la noche.
La «cita» se iba posponiendo semana tras semana, hablábamos un rato algunos días, pero lo cierto es que, aunque las conversaciones eran agradables, también eran muy genéricas. Cuando se acercaba algún fin de semana, nos enviábamos el mensaje de rigor para ver si era ese en el que nos conoceríamos, pero siempre había alguna circunstancia que lo impedía; vamos, que tampoco parecía un encuentro demasiado perentorio por ninguna de las partes.
Había pasado casi un mes, cuando, el seis de mayo concretamente, se dio de alta en Telegram, una aplicación como WhatsApp, pero con más opciones. Cuando alguien que está en tus contactos se registra, la aplicación te envía una notificación. Y eso fue lo que ocurrió: me llegó un mensaje tan pronto como creó su cuenta. Le respondí enviándole un toque para darle la bienvenida que contestó al momento e iniciamos una conversación. Esa noche estuvimos hablando durante horas, hasta más allá de las dos de la mañana. Nos soltamos a gusto, nos reímos, nos sorprendimos y nos enteramos de varias cosas el uno del otro.
Soy psicóloga, ¿tú a qué te dedicas, David?
Trabajé durante años en una importante emisora de radio, ahora tengo una pequeña empresa de publicidad en la que también hacemos producciones para ese medio, anuncios y otras cosas para internet, webs, aplicaciones, marketing.
¡Ah! Qué interesante.
Al día siguiente, estaba yo en mi tarea rutinaria de atender los mensajes que me enviaban a partir de las diez de la noche, bastante entretenido, por cierto, y recibí otro saludo de Azahara.
Hola, David, ¿qué tal?
Lógicamente, le contesté y comenzamos una nueva, amena, divertida y extensa conversación. Al final, siempre me quedaba hablando con ella, iba despidiendo a las otras chicas y me centraba en la que me parecía más simpática y habladora. Como no teníamos ningún objetivo, más allá de una posible amistad, no utilizábamos el típico lenguaje altanero, un poco a la defensiva y con el propósito de impresionarnos de una pretendida conquista, así que era realmente fácil e interesante charlar con ella.
Los días siguientes sucedió lo mismo: largos y entretenidos diálogos que, poco a poco, hacían que nos fuéramos descubriendo el uno al otro; pero todavía no había llegado el cada vez más ansiado encuentro. Nos habíamos escrito miles de palabras, pero faltaba conocernos en persona.
La tarde del nueve de mayo recibí un saludo:
Jejeje, ¡a las buenas tardes!
Yo había estado haciendo la colada en una lavandería de calle en Portosín. «Qué apañado», me dijo. Era una expresión que utilizaba mucho y me hacía gracia, es una muletilla más del sur que de mi tierra. De ahí partió una nueva y simpática conversación. La verdad es que íbamos teniendo ya bastante confianza y parecía que nos caíamos bien, al menos por escrito. Me lancé, le dije que iba hacia Santiago, si quería que nos viéramos en algún sitio.
Pues sí que me apetece.
Por fin iba a llegar el momento de conocernos en persona, de ver cómo éramos en el trato más cercano.
Aparqué en el Campus Sur de Santiago. Como era domingo, en esa zona había sitios de sobra para dejar los vehículos. Le envié mi ubicación. Aproximadamente en media hora apareció y dejó su coche justamente en frente de mí. Como todavía no nos habíamos visto antes, se acercó con algo de inseguridad.
—¿Azahara? —pregunté.
—Sí, soy yo.
Me sorprendió gratamente. Era —mejor dicho, es— una chica delgada, con mucho estilo, muy guapa, con una melena morena que se posaba sobre sus hombros; preciosos ojos oscuros, un poquito rasgados hacia arriba, y no hablemos de su boca, con un suave carmín que en ese momento me dibujaba una luminosa sonrisa.
Lloviznaba en Santiago, por lo que decidimos que la mejor opción sería acercarnos a alguno de los abundantes locales hosteleros del centro a tomar algo y charlar un rato, teníamos solo hasta las once de la noche por el toque de queda. Anduvimos algo apurados, para mojarnos lo mínimo posible, hasta la conocida plaza Roja compostelana y entramos en la cafetería Kristal. La primera mesa a la izquierda de la puerta de acceso estaba libre, así que le indiqué que pasara delante y se sentó cerca del gran ventanal, yo me puse a su lado.
La miraba mientras me hablaba y el cuadro me parecía encantador, Azahara, con su bonita voz y un gracioso acento andaluz, me regalaba animadas frases, con una imborrable sonrisa, mientras, justo detrás, difuminado para centrarme todavía más en ella, percibía como un adorno, el suave movimiento de la ciudad, las luces, los transeúntes de un lado a otro, creando un ambiente fascinante. Por fin teníamos una conversación en persona que ambos necesitábamos. Era realmente muy simpática, nos reímos y charlamos de varias cosas antes de que llegara el momento de tener que irnos. Pasamos un rato muy agradable, me alegré mucho de verla, pero mi pensamiento inicial se confirmaba: no era mi perfil ni yo el de ella; podríamos ser buenos amigos, sin duda, pero sin que hubiera ninguna interferencia sentimental, y mucho menos de llegar a ser un «rollete» o pareja.
Continuaba la suave lluvia mojando lentamente las calles, en Galicia a esa forma de llover la denominamos con un precioso término que, pese a la incomodidad de ir notando como te tropiezas con la humedad, al pronunciarse, genera una amable sonrisa, «xirimiri». Hacía tiempo que no recordaba que lloviznase así. Caminábamos sin mucha prisa, casi paseando, parecía que ya no nos importaba calarnos, lo hacíamos como retrasando la despedida lo máximo posible para no romper aquel agradable momento. Cuando llegamos a donde estaban los coches prolongamos nuestra animada charla un buen rato, el silencio no existía, no cabía entre nosotros, era todo una afable y risueña melodía, imparable, emocionante, agradable, teníamos mucho que contarnos, que decirnos. Pero, el toque de queda debía de precipitar la marcha, romper aquel momento. Yo precisaba llegar hasta Noia antes de que se cumpliera la hora del obligado encierro. Con dos besos sellamos un hasta pronto y nos fuimos con el gusto de habernos conocido un poquito más.