Cuando visité a mi padre también tuve la suerte de conocer a su pareja, Diana. Hablando con él, me dijo que cuando estaba «muerto», solo, en un país que no era el suyo, con un idioma que no dominaba, sin creer ya en que existiera una tabla de salvación, apareció un ángel que le salvó, esa era ella, Diana.
Era su complemento ideal, él tenía un carácter fuerte, forjado por las vivencias que había tenido y ella era pura amabilidad, comprensión, bondad, siempre pensando en todo el mundo, en ayudar a quien lo necesitara, puro corazón.
De ascendencia dominicana, pero nacida en Nueva York, dominaba perfectamente ambos idiomas, lo que le sirvió de gran ayuda a mi padre en muchas situaciones en las que el inglés se convertía en una barrera.
Cuando se jubilaron se trasladaron a vivir desde Nueva York a Florida y allí les seguimos visitando con mis hijos en algunas ocasiones, a ellos les encantaba ir, además de que a nuestros anfitriones también les hacía muy felices nuestra visita.
Tuvimos épocas de estar más en contacto y otras en las que la distancia se hacía patente, pero en los momentos importantes ahí estábamos.
Cuando mi padre se puso mal, el contacto se hizo más frecuente y, antes de su fallecimiento, las llamadas para saber su estado se habían hecho habituales. Tenía un gran deseo de ir a verlos antes del fatal desenlace, pero la prohibición ya mencionada de viajar a Estados Unidos lo impidió, haciéndose irremediablemente tarde ese veintiocho de marzo.
Se dice que nadie se muere mientras esté en el recuerdo de alguien y es verdad, esta historia convierte a Fernando Bello, mi padre, en inmortal.
Me comprometí esa misma noche a estar con Diana, mi madrastra, en cuanto pudiera embarcar en un avión, esperanzado de que el impedimento legal que lo impedía fuera derogado cuanto antes. Tocaba esperar.