La peor noticia

David Bello López-Valeiras

Terminaba el veintiocho de marzo para mí, una lluviosa noche más en esa época del año, oscura, muy oscura, parecía el presagio de la noticia que iba a recibir. Me había acostado algo tarde tras mantener algunas de las entretenidas conversaciones habituales, el toque de queda se hacía más ameno por estar «socializando». Me metí en la cama sobre la una y algo de la mañana, no recuerdo la hora exacta, pero era tarde. Estaba solo, como el resto de las noches que habían pasado desde que dejara mi antigua casa. Contra el cristal de la ventana del techo abuhardillado se escuchaban golpear las gotas de la lluvia y el discurrir del agua por el tejado. Acurrucado en la cama, trataba de dormir pensando en algo que me hiciera conciliar el sueño.


Sobre las dos y veinte de la madrugada me sorprendió una llamada de teléfono, desperté sobresaltado y vi en la pantalla, con desconcierto, el nombre de Diana, la mujer de mi padre. Descolgué rápidamente y escuché su voz triste y quebradiza, confirmándome la peor noticia, mi padre había fallecido; se había ido, sin dolor, sin sufrimiento, ese era el único consuelo.


Durante unos segundos no supe qué decir, era un desenlace esperado desde hacía unos meses, pero no por ello menos doloroso. Mi intención había sido ir a Estados Unidos, en donde residía, para verlo y estar con él todavía con vida, pero la imposibilidad de viajar por el maldito COVID-19 a Norteamérica, al existir una prohibición de poder hacerlo desde cualquier país europeo, me lo había impedido. Ya llegaba tarde y era lo que más sentía. Tras una breve charla tratando de consolarnos mutuamente, colgué el teléfono y me recosté despacio, permaneciendo un rato observando fijamente el techo, blanco, absorto en mi tristeza, mientras, el sonido de las martilleantes gotas de la intensa e incesante lluvia seguían percutiendo el tejado. No paraba de llover, era como si el cielo tampoco fuera capaz de contener su yanto. Apagué la luz para ocultarme, incluso de mí mismo, las lágrimas que se deslizaban sobre mi rostro para acabar humedeciendo la tela que cubría la almohada. No podía dejar de pensar en él, en nuestra historia, en cómo perdonarme lo poco que lo había disfrutado en esta vida.


Fernando, así se llamaba, venía de una familia con bastante buena posición para la época de los años sesenta. Sus padres tenían el hospedaje de Ribeira y a finales de la década ya contaban con el único hotel de la localidad en pleno centro. Era el mayor de cinco hermanos, cuatro varones y una mujer. Valiente, fuerte, emprendedor, osado… En aquellos años había montado un negocio de congelados con un socio que supuso una revolución para una Ribeira que ya despuntaba en la pesca, siendo uno de los principales puertos de bajura de España. La Fiesta de la Dorna, que data de 1948, se seguía celebrando el veinticuatro de julio a la antigua usanza, como un baile de gala benéfico en la sala de fiestas Cambeiro, para recaudar fondos para comprarle la típica embarcación al marinero más pobre. En aquel momento la población de todo el término municipal pasaba de los veinte mil habitantes y todavía recibía premios de belleza como la Perla de la ría de Arousa.


En los mismos años sesenta llegó a Ribeira, procedente de Dacón, Ourense, una acomodada familia para gestionar una importante conservera de su propiedad, se trataba de la fábrica más grande de toda la comarca, conservas Valeiras, todo un referente. La hija mayor del matrimonio, María Eugenia, una preciosa chica de profundos ojos verdes, enamoró a Fernando hasta llegar a contraer matrimonio. De esa unión nacimos sus tres hijos, Fernando, el mayor, María Eugenia y, finalmente, ya en épocas bajas, nací yo.


La situación de mi padre se complicó drásticamente al ser engañado por su socio y otra serie de circunstancias, lo que lo llevó a tener que emigrar, como tantos otros gallegos, para buscarse la vida en la diáspora. Pocos meses antes de llegar yo a este mundo partió en tren, según él me contó, de polizón, hasta Holanda. Allí se enroló para trabajar en un barco que lo llevaría al Caribe y, tras cambiar de compañía a una que hacía la ruta a Nueva York, esta quebró dejando a toda la tripulación en el puerto de la ciudad estadounidense. Sin papeles y sin muchas posibilidades económicas, tuvo que trabajar duramente para salir adelante. Enviaba cartas con cheques en su interior. Los dólares eran bienvenidos, porque mi madre tampoco había quedado demasiado bien por las circunstancias acaecidas y no le quedaba más remedio que trabajar en el hotel de sus suegros, que comandaba doña Fernanda con mano dura e implacable, sin tener el menor miramiento hacia la esposa de su hijo y madre de sus nietos. Eran tiempos difíciles.


Cuando yo era pequeño, tenía aproximadamente cuatro años, mi padre vino para arreglar papeles e intentar llevarnos con él a su nuevo país, pero mi madre no lo encontró viable y regresó él solo a Nueva York. Las comunicaciones, obviamente, no eran como hoy en día, Internet no existía ni en las mentes más avanzadas, no hablemos de mensajerías instantáneas y redes sociales; al contrario, cualquier forma de comunicarse resultaba cara y poco eficiente. Con el paso del tiempo, la desconexión se hizo inevitable. Mis hermanos y yo crecíamos, como se dice hoy en día, con la falta de la figura paterna. Mi sentimiento hacia él era de indiferencia, sentía que nos había abandonado, como tantos otros padres y esposos habían hecho en aquellos difíciles años.


Era un pensamiento tan simplista como ese, no se analizaba más, los emigrantes que se iban sin sus familias y que estando lejos podían llegar a desconectar con el paso del tiempo de sus seres queridos, pasaban a ser, automáticamente, unos desalmados. Habría casos y casos, obviamente, pero lo que sufrían, en unos tiempos que no se asemejaban en nada a la actualidad, únicamente lo sabrían ellos. ¿Quién los puede juzgar?


Cuando cumplí veinte años hice mi primer viaje a Nueva York. Mi hermano se había ido un tiempo antes a vivir con nuestro padre, le echaba de menos, él, al ser el mayor, lo había conocido de pequeño y eso le había marcado. Estando allí yo no quise conocerlo de ninguna manera, incluso llegué a advertir a mi hermano de que, si lo veía con una persona que pudiera parecer mi padre, me iría sin acercarme y sin dar explicaciones. Tiempo después me enteré de que él, a sabiendas de mi viaje, me entendió, podía llegar a comprender lo que yo sentía. No me puedo imaginar lo que tuvo que sufrir, sabiendo que tenía a otro de sus hijos, al que prácticamente no había visto apenas, tan cerca y que no le quería ver. Tuvo que ser durísimo.


Una tarde del mes de marzo de unos años después, justo al cumplir yo los treinta, me encontraba solo preparando el piso en donde iba a vivir con mi futura mujer, en unos días contraeríamos matrimonio y pretendía dejar nuestro venidero nido de amor lo mejor posible. En ese lugar de Ribeira, la primera planta del que había sido el hotel de mis abuelos, mantenía una enorme cantidad de recuerdos, no en vano se trataba de la vivienda en la que había nacido y estado la mayor parte de mi vida. Tenía casi todo listo, había dejado para el final la que fuera la habitación de mi madre. Accedí a ella para limpiarla y organizar lo poco que le quedaba dentro, apenas un par de muebles que no pude mover por ser voluminosos y por estar todavía bastante cargados. debía de vaciarlos para tratar de trasladarlos en cuanto tuviera a alguien que me pudiera ayudar. Al abrir la puerta izquierda del enorme armario de cuatro partes, en el estante de abajo, hacia atrás, me encontré con una bolsa llena de cartas dirigidas a mi madre, eran muchísimas. Comprobé que el remitente de todas era la misma persona, él. La curiosidad me pudo, sabía que parte de mi historia también estaba reflejada en aquellos papeles y las empecé a leer. Así fue como emprendí el torbellino de emociones de ir conociendo quién era realmente mi padre. Estaban repletas de ternura, de amor, de sentimientos preciosos tanto hacia ella como hacia nosotros. En uno de los cientos de folios escritos de su puño y letra, ya absorto en aquella hipnótica lectura, me enteré de que yo había tenido un problema de salud, no especificaba cuál, pero lo que sí que entendí es que le decía a mi madre que me llevara al mejor médico que hubiera, que no se preocupara por el dinero. Era generoso con sus escasas posibilidades, cariñoso en unas circunstancias en las que cada día que pasaba nos distanciábamos más de él, especial en su terrible dolor. Era de verdad mi padre. Con cada carta que leía, con cada historia, más empatía sentía hacia alguien con el que únicamente había compartido un corto espacio de tiempo en mi niñez y con el que rara vez había mantenido una conversación telefónica en alguna carísima conferencia transoceánica, no porque él no quisiera, era yo el que no pretendía hablarle. Estuve leyéndolas hasta bien entrada la noche, muy tarde, sentado en el suelo rodeado de papeles por todas partes.


Aprovechando las seis horas de diferencia que existen entre la costa este de Estados Unidos y España, llamé por teléfono a mi hermano contándole mi descubrimiento y pidiéndole, que si estaba con él, que me lo pusiera. Esperé unos segundos y, tras el ruido del aparato cambiando de manos, escuché la voz de un hombre mayor, con un tono calmado, cauteloso, emocionado, como presintiendo que al fin algo que había hecho mella en su vida estaba a punto de cambiar, de arreglarse. No pude más que romper a llorar pidiéndole perdón, —papá, por favor, perdóname—, solamente podía pensar en el dolor que le había podido causar con mi comportamiento durante ni más ni menos que treinta años. El inicio de la conversación fue de lo más entrañable, podía escuchar en sus pausas, en sus silencios, las palabras no dichas, las que siempre quiso decir pero no encontró cómo o cuándo pronunciar por mi cerrazón. No sabía cómo pedirle disculpas, cómo podía regresar al pasado para otorgarle el derecho, que se merecía, a ser escuchado, a dar una explicación. Hablamos mucho tiempo. Cuando nos repusimos del inesperado reencuentro, me dijo que quería conocernos a mí y a la que en unos días sería mi esposa, que nos fuéramos de luna de miel a Nueva York y así lo hicimos. Justo veintitrés años antes de dejarnos para siempre, fue cuando conocí, abracé y besé de verdad a mi padre.

Ahora, en la madrugada del 29 de marzo, esos recuerdos eran mi refugio y mi condena. Sabía que mi padre había sido un hombre extraordinario, alguien que había luchado con valentía en medio de circunstancias difíciles. Aunque nuestra relación no fue perfecta, esos momentos de conexión tardía, los siguientes viajes para estar con él, se habían convertido en uno de los mayores tesoros de mi vida.
La lluvia seguía cayendo sin tregua, como si el cielo llorara su partida junto a mí. Mientras las primeras luces del alba comenzaban a filtrarse por la ventana, una promesa se formó en mi corazón: honrar su memoria, su lucha, y el amor que finalmente logré entender demasiado tarde. Aquí quedan estas palabras para ti, papá, por todas las que no tuve oportunidad de decirte y que ya no podrán ser pronunciadas.